16.5.11

el sepulturero

Pensaba que todo estaba perdido. Lo creía de verás. Apenas había oído dentro de mí unos gritos, me dije que aquello era el fin. Caí derrotado, herido de muerte, de muerte herido. Una nube se posó sobre mi cabeza, amenazaba tormenta y nieve a cada instante. Mi mente rodó por los suelos como si fuera una triste moneda. Escuchaba el alcantarillado como si éste fuese lleno de ratas por la más digna superficie. Los coches pasaban y exhalaban su humo en mis pulmones, alborotando mi cabeza. Ni siquiera la mayor grúa apuntalada en el mismísimo Olimpo de los Dioses podía rescatarme. Las piernas y los brazos pesaban como las lápidas de Morrison y Nacho Huertas. Sin duda estaba condenado; sin remedio decían los médicos, no hay solución. Desahuciado, agonizante, olvidado y perdido.

Y entonces, sólo entonces, como si el que mueve los hilos se aburriera demasiado, saliste de una esquina en aquella tarde de noviembre; y me miraste, hundiste tus ojos en los míos y lanzaste tu ancla. Me sentí atrapado y te seguí. Tu lo sabías, pues eras la envidia del destino en mi nombre. Entraste en un café y me esperaste junto a la puerta. Mejor nos sentamos, y acaté tu deseo como maravillosa orden.

Desde aquel día, desde aquella tarde azul, vivo por otros caminos y aprendí de Vegas que "nada es tan grave, te diré mil cosas por las que llorar". Que lástima que tu volvías a la Argentina. Córdoba debe ser un hermoso lugar.

Nacho Huertas

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