28.6.10

Nana nos salvó la noche


La otra noche, mientras cenaba con mi novia Paula, nos divirtió la conversación un tema peculiar que encontramos. Empezó a preguntarme (con la picardía con que se interrogan los recién casados) sobre el lugar más extraño donde lo había hecho. Yo, me puse a pensar unos instantes (algo que sé que la pone celosa) y, para no caer en tópicos divinos, me decidí por una vieja historia de mis años en la universidad. Le conté...

"Habían terminado los exámenes finales, me faltaba la nota de una sola asignatura para terminar la carrera, y empezaba a celebrarlo empalmando las borracheras como la noche al día. Recuerdo lo reconfortado que estaba, porque el último examen me había salido de maravilla y además, sabía que a la profesora le caía bien, algo nada despreciable a la hora de subir nota. Una mañana, a eso de las diez, acababa yo de acostarme, cuando mi teléfono sonó. Aturdido acerté a descolgar, y me sorprendió la cálida voz de Nana al otro lado. Nana Romero Pérez era mi profesora. Aún con el asombró, que pasó en instantes a preocupación, escuché como me rogaba con calma que acudiera aquella misma tarde a su despacho, para repasar unas cosas del examen. "

Cuando andaba por aquí, mi novia me interrumpió y, llena de celos de posesión me preguntó: 

-¿No te follarías a tu profesora?-

Después de replicarle que me dejase terminar mi historia, que era ella en definitiva la que me la había pedido, continué...

"Cuando llegué al departamento, el ambiente era tranquilo, viernes tarde y en verano. Imagínate. Nadie en secretaría y solo una luz tras una puerta. Llamé, y una voz, femenina y formal, me invitó a entrar. Mi profesora, Nana, estaba sentada en un extremo de la mesa rodeada de montañas de papeles. Me miró, plantado frente a ella como una farola, y me sonrió. Tenía el pelo rubio y largo alrededor del cuello, ojos verdes, y una piel machacada por el sol. Nana rondaba los cuarenta años. Unas gafas de pasta negras le daban un aire confidencial. La conversación siguiente, te juro Paula, que vino a ser más o menos así:

ella: -Hola Nacho, siéntate. No, no te preocupes, tu examen está bien. Realmente no es por eso por lo que te he hecho venir. Verás, es que, como se que me tienes aprecio... pues te quería preguntar algo. Verás Nacho, se lo que dicen por los pasillos de mi.... y no me parece bien.- Se llevó un bolígrafo a los labios para simular despreocupación.

Yo: -No sé a que se refiere, de verdad que no lo sé.-

Ella:-Venga Nacho, que nos conocemos más de lo que crees. En el fondo somos iguales, ¿sabes? a los dos nos gusta mucho el...- se detuvo un instante, y continuó: -ven, acércate a mi, no temas....-

A estas alturas Paula estalló de celos y me interrumpió aludiendo a no sé que extraños pactos de caballerosidad que yo, por lo visto, era incapaz de cumplir. Acto seguido, tras unos minutos de tregua eso si,  se me acercó caliente, me quitó la ropa, y me folló con el ansia de las primeras veces. Por como se abría ante mis embestidas me recordó a un antigua profesora con la que tanto soñé.

NACHO HUERTAS

Viajes largos y exóticos que siempre acaban

Salía a la calle y tu, en la puerta de la boutique, fumabas mirando a los transeúntes. Yo siempre te saludaba con un ligero y nada comprometido hola. Justo hasta que tu empezaste a responder. Nuestras miradas escalaban escrutarse cada vez sin mayor disimulo durante esas mañanas.

 

Entonces, una noche, coincidieron los amigos y nos presentaron. Nuestras conocidas sonrisas acordaron el pacto; empezó nuestra historia. Aquella noche me dejaste que te acompañara hasta la puerta de tu casa, y en tu colchón acabaron saltando chispas al amanecer. Después, reducto de una pasión inconmensurable, solíamos escaparnos en imaginarios viajes, exóticos y largos, que siempre llevaban a una dulce cama de algún hotel.

 

Pero la acción se fue debilitando al tiempo que yo dejé de pasar cada mañana por tu boutique, y tu ya no salías a fumar, un lo he dejado era tu coartada. Nos fuimos distanciando, y los exóticos viajes quedaron en inocuas partidas de cartas tras el almuerzo.

 

Así llegó nuestra última vez. Esa tarde estábamos hartos y no dejamos que nadie nombrara la palabra. Te besé en el cuello, y tu, automática como un revólver, me llevaste a la cama grande. Nos desnudamos sin prisa, y recuerdo haberme fijado en tu piel. Jamás olvidaré ese lunar de tu espalda tiritando.

 

Tu pubis se postró ante mi rostro, llamando a cataclismo, y yo me puse manos a la obra. Los gritos se oían desde las islas. La luz dejó de dejarse ver. Luego, nuestros cuerpos chocaron durante unos minutos hasta que nos dejamos caer exhaustos. Fumamos en silencio. A poco, me levanté, me puse el pantalón y me fui sin decir nada. Mirándote desde el marco de la puerta estoy mientras te recuerdo.

 

NACHO HUERTAS

Sitios y lugares

Llegaba con prisas, sólo dos días y visita rápida a un viejo amigo de cerveza y sábanas. En el aeropuerto, ante la duda si besar la mejilla o los labios, optó por lo último pensando en lo rápidas que vuelan cuarenta y ocho horas. Venía del frío de un febrero europeo y pisaba la costa mediterránea española con ansioso brillo en sus ojos. Un sol dueño absoluto del cielo la esperaba sobre la figura esbelta de su amigo.

 

En el taxi, sonrisas tímidas pasaron a ser cómplices cuando sus manos se rozaron. Ella no podía olvidar que jamás imaginó que el simple olor de aquella piel ya familiar en su cabeza, su leve cercanía a él, le produjese tanta tensión sexual. Era algo a lo que dejó de tratar de resistirse hacía ya tiempo. Era pura química, un roce y las chispas saltaban.

 

Llegaron a su casa y él continuaba hablando de actualidades del país mientras ella pensaba desde hacía mucho en una sola cosa; que le quitase la ropa, que la tocase con aquellas manos que añoraba, que esos labios rozaran cada centímetro de su piel, dejarse llevar, olvidarse del Universo....

 

En el ascensor llegaron los primeros juegos de manos que impusieron seriedad y pasión. Él siempre entendía bien el juego. Entraron al piso, se cerró la puerta, y ambos se dejaron caer en el pasillo quitándose la ropa con el extraño oficio de no despegar para nada los labios. Fue tan espontáneo y sexual, que la maleta quedó fuera. Él tumbó su espalda en el suelo y abrió con fuerza sus brazos alcanzando con cada mano una de las paredes del corredor. Ella, conjugando su sexo en presente de indicativo, se enroscó con sus brazos entre los del otro, dejando la boca en su cuello, y lanzando suspiros de pasión suave y desmedida en su oído.

 

Recogieron la ropa del suelo, y se acordaron de la maleta entre risas. Entraron en el salón, que ella muy bien conocía, y él se fue a preparar té. Ella abrió el precioso balcón que daba a la céntrica calle y respiró, satisfecha de haber venido, ese aroma de calor primaveral. Él la sorprendió con un abrazo por la espalda, y ella respiró fuerte de nuevo mientras cerraba los ojos. Luego, como actuando ante una platea de transeúntes ensimismados, se dio la vuelta y sus rostros se rozaron. Se besaron sutilmente mientras se quitaron la poca ropa que les quedaba. Entraron con prisa al salón y la tierna alfombra les salvó del suelo esta vez. Ella de espalda, apoyada sobre sus manos y sus rodillas, dieron ocasión a que él se deleitara con aquel hermoso culo, con esa espalda pequeña y alargada, con ese sexo en agua....

 

Salió a tomar una ducha y la dejó relajada en la alfombra. Ella terminó su cigarrillo y, al pasar una de sus manos por el vientre, se dio cuenta de que aún tenía ganas, era tal la plenitud en la que se encontraba que se asustó un poco. Le sorprendió en la ducha, y le enjabonó. El agua tibia era un regalo. Empezó a acariciarle sutilmente con las manos llenas de gel, como una muestra de agradecimiento, él la hacía sentirse tan bien... hasta que llegó al sexo. Éste empezó a responder a sus caricias, ella subió el ritmo del agua y se deslizó amablemente hasta que su lengua alcanzó la costura de sus huevos, luego subió, con la lengua enroscando su pene, y acto seguido sus labios succionaron con nobleza. 

 

Abrió el frigorífico y no quedó sorprendida cuando vio la inmensa fuente llena de fruta. Sabía de la pasión de su amigo por las propiedades (nutritivas y eróticas) de unas buenas manzanas brillantes, cerezas bien rojas, melocotones ásperos.... Optó por las cerezas, y las machacaba entre sus dientes saboreando, más que su sabor algo amargo, su textura. De repente, vio como él la observaba desde la puerta de la cocina. Unas risas propusieron el acercamiento. Sin mediar palabras, y esta vez con gestos algo fuertes, él la levantó hasta acostarla sobre el mármol y le levantó su falda. Besó sus pies; luego sus rodillas, a continuación sus muslos, ella ya empezaba a ceder cuando llegó a su clítoris, lo mordió con arte... Gritos con dosis de dolor/placer/entusiasmo corrieron por las baldosas, y otra vez dejarse llevar...

 

El fin de semana había pasado más veloz de lo que hubiera jurado, pensaba desde el avión de regreso. Volvían, irremediablemente, pensamientos rutinarios que le esperaban de nuevo en el frío de su ciudad; un marido ausente, como abstracto, al que solo unía a esas alturas el pago de una hipoteca y sus dos niñas. Se puso melancólica como los perros que de noche ladran, quizás una vida que no había elegido del todo, que más bien la había elegido a ella. Aunque no se arrepentía. Es lo que hay, y pensó en el próximo fin de semana que tendría otra conferencia en Barcelona.

 

PD: Hay lugares y sitios. Me explico: en los lugares se hace el amor mientras en los sitios se folla, personalmente prefiero los primeros, me producen infinitamente mayor satisfacción. Sin comparación posible.

 

NACHO HUERTAS 

Hay que follarse a las mentes

Íbamos en el mismo vagón, claro y ruidoso como una mañana de fiesta local. Gente de pie, gritando en charla; gente sentada; gente, gente y gente por todas partes. Yo, posaba mi culo en dos nalgas que descansaban sobre una de las paredes del tren. Tú, cogida de la misma barra, intentabas en vano mantener un equilibrio que tu cuerpo (hermosa azabache tu piel), no podía permitir. A ratos, para mi (lo confieso), pedazos de cielo raso en el centro del mar, el movimiento acelerado de la locomotora te acercaba supongo que más de lo deseado.

 

Cuando cruzamos los ojos, fuiste fiera y soportaste el deshielo como jamás hubiera esperado. Intimidado, recuerdo que mi mente dibujó una leve sonrisa aunque tu no la vieras. Tu sonreías también. Fue la señal que los jugadores esperaban:

 

Yo: -sabes, puedes acercarte cuanto quieras.-sonrisa.


Tu: -entonces espera a la próxima y verás, luego no te arrepientas...- mueca con los labios.


Yo: -¿arrepentirme? Lo estoy deseando, hace tiempo que no me ponen a prueba, a ver que tal sales de esta preciosa...- mirada a los ojos.


Tu: -saldré como siempre, con la cabeza bien alta y estas dos tetas....- chirrido del tren; beso apasionado tuyo; beso en el oído y susurro: -me has puesto muy cachonda, cabrón.-

 

El tren decreció hasta pararse, se amontonaron los transeúntes, descendieron, y con ellos bajaste tu. Alguien te esperaba, alguien a quien también besaste, y mientras yo dejaba mis ojos en esa ventana, tu te dabas la vuelta y me lanzabas con el índice y el corazón un saludo que me supo a gloria.

 

Hay que follarse a las mentes, no a las personas.

 

NACHO HUERTAS

María, no sabía tu nombre

Era una de esas tardes de agosto, tanto el calor que todos se movían leeentamente por las calles. Una peli en blanco y negro parecía la avenida principal. El asfalto volaba, humeante, bajo nuestros pies.

Tomé la decisión de enfrentarme al sol y arrojarme a los brazos de la playa atiborrada de nenes fibrados y chicas guapas. Era uno de esos días en que la libido, harta de joderte con onanismos sociales, te da rienda suelta y un fuego misterioso y excitante te quema por dentro, eso si, leeentamente.

Llegué, gafas de sol, toallita al suelo, camiseta fuera a lo jamesbond, y a mirar. El mar, claro está, fue lo que más yo miraba.

De repente, vi acercarse una silueta cuyo paso era exageradamente sensual, auténtico, nada de copiar a falsas estrellas del otro lado del charco. Pasó ante todos allí como si no existiéramos, y eso si me puso cachondo. A unos diez metros se dejó (literalmente) caer en el suelo, sin toalla, y empezó a deleitarse con una lenta fricción entre su cuerpo y la arena. Yo, si me preguntan, juraría que incluso tuvo un orgasmo allí mismo. Delgadez justa, bronceado atractivo y un minúsculo tanguita negro representaban toda su artillería. Además, una alegre melena le acariciaba con sus puntas el cuello, y a veces, hasta los senos.

Pude apreciar, desde mi perspectiva masculina (miedosa e insegura) como los hombres preferían ignorarla antes que llevarse un buen chasco delante de todos los demás moscones. Pero aquella tarde mi libido era guerra civil y en el ipod escuchaba Things Have Change del abuelo Bob. Así que, me levanté despacio, recogí mis cosas y fui caminando en su dirección. Cuando estuve a su altura me dejé caer, hincando mis rodillas en la arena, y ella sorprendida me miró:

- Eres la mujer más bella que he visto nunca. Me gustaría invitarte a una copa. Elige el lugar, recoge y nos vamos.- Mi tono de voz sonó de lo más firme, como si los cien mil caballos que galopaban en mi pecho no fueran nada.

Ella, tras la sorpresa, sin titubear dijo si. Y nos fuimos.

Dos de coñac y unos cigarrillos liberaron tensiones. En el bar vacío, sólo un camarero, tan obeso como aburrido, babeaba mirando la tele con su nariz y espiándonos con los ojos.

Pasé mis dedos, delicados, por su pierna, subiendo cada vez un poquito más. Ella respondió endosándome un besazo en la boca de los que había visto yo en las pelis antiguas. Dejó su mano en mi nuca, y eso me hizo tiritar. Le retiré despacio la melena para comerle el cuello; primero la rozaba con la punta de mis labios, para después estrangular mi boca abierta contra su piel. Ambos nos pusimos colorados, pero a ella se le notaba más la excitación. El camarero seguía babeando, y puede que también él estuviese rojo, pero de envidia.

Mis manos sobre la camiseta fina despertaron sus pechos con caricias circulares, y dejó escapar un leve suspiro. Después, se levantó y, cogiéndome de la mano, me arrastró hasta el lavabo. Todo el ambiente era asombro y sensualidad. Entramos en un pequeño cuarto y no encendimos la luz. A partir de entonces mandó la respiración. La besé con las ganas contenidas y ella respondió agarrando mi sexo erecto con fuerza. Lamí sus pezones al descubierto y ella dejó caer la cabeza hacia atrás en un gesto de placer. Podía notar como su excitación crecía por momentos. En un rápido movimiento dejó su sexo desnudo, estaba caliente como el propio fuego. Mis manos se ataron a sus piernas y la levanté a la altura idónea. Con la penetración ambos lanzamos un aullido. Aferrada a mi cuello, exhalaba pasión a cada embestida. Fue cuando era mía cuando pensé que no sabía su nombre. 

Hubo otras muchas tardes con María.

NACHO HUERTAS