Salía a la calle y tu, en la puerta de la boutique, fumabas mirando a los transeúntes. Yo siempre te saludaba con un ligero y nada comprometido hola. Justo hasta que tu empezaste a responder. Nuestras miradas escalaban escrutarse cada vez sin mayor disimulo durante esas mañanas.
Entonces, una noche, coincidieron los amigos y nos presentaron. Nuestras conocidas sonrisas acordaron el pacto; empezó nuestra historia. Aquella noche me dejaste que te acompañara hasta la puerta de tu casa, y en tu colchón acabaron saltando chispas al amanecer. Después, reducto de una pasión inconmensurable, solíamos escaparnos en imaginarios viajes, exóticos y largos, que siempre llevaban a una dulce cama de algún hotel.
Pero la acción se fue debilitando al tiempo que yo dejé de pasar cada mañana por tu boutique, y tu ya no salías a fumar, un lo he dejado era tu coartada. Nos fuimos distanciando, y los exóticos viajes quedaron en inocuas partidas de cartas tras el almuerzo.
Así llegó nuestra última vez. Esa tarde estábamos hartos y no dejamos que nadie nombrara la palabra. Te besé en el cuello, y tu, automática como un revólver, me llevaste a la cama grande. Nos desnudamos sin prisa, y recuerdo haberme fijado en tu piel. Jamás olvidaré ese lunar de tu espalda tiritando.
Tu pubis se postró ante mi rostro, llamando a cataclismo, y yo me puse manos a la obra. Los gritos se oían desde las islas. La luz dejó de dejarse ver. Luego, nuestros cuerpos chocaron durante unos minutos hasta que nos dejamos caer exhaustos. Fumamos en silencio. A poco, me levanté, me puse el pantalón y me fui sin decir nada. Mirándote desde el marco de la puerta estoy mientras te recuerdo.
NACHO HUERTAS
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