28.6.10

María, no sabía tu nombre

Era una de esas tardes de agosto, tanto el calor que todos se movían leeentamente por las calles. Una peli en blanco y negro parecía la avenida principal. El asfalto volaba, humeante, bajo nuestros pies.

Tomé la decisión de enfrentarme al sol y arrojarme a los brazos de la playa atiborrada de nenes fibrados y chicas guapas. Era uno de esos días en que la libido, harta de joderte con onanismos sociales, te da rienda suelta y un fuego misterioso y excitante te quema por dentro, eso si, leeentamente.

Llegué, gafas de sol, toallita al suelo, camiseta fuera a lo jamesbond, y a mirar. El mar, claro está, fue lo que más yo miraba.

De repente, vi acercarse una silueta cuyo paso era exageradamente sensual, auténtico, nada de copiar a falsas estrellas del otro lado del charco. Pasó ante todos allí como si no existiéramos, y eso si me puso cachondo. A unos diez metros se dejó (literalmente) caer en el suelo, sin toalla, y empezó a deleitarse con una lenta fricción entre su cuerpo y la arena. Yo, si me preguntan, juraría que incluso tuvo un orgasmo allí mismo. Delgadez justa, bronceado atractivo y un minúsculo tanguita negro representaban toda su artillería. Además, una alegre melena le acariciaba con sus puntas el cuello, y a veces, hasta los senos.

Pude apreciar, desde mi perspectiva masculina (miedosa e insegura) como los hombres preferían ignorarla antes que llevarse un buen chasco delante de todos los demás moscones. Pero aquella tarde mi libido era guerra civil y en el ipod escuchaba Things Have Change del abuelo Bob. Así que, me levanté despacio, recogí mis cosas y fui caminando en su dirección. Cuando estuve a su altura me dejé caer, hincando mis rodillas en la arena, y ella sorprendida me miró:

- Eres la mujer más bella que he visto nunca. Me gustaría invitarte a una copa. Elige el lugar, recoge y nos vamos.- Mi tono de voz sonó de lo más firme, como si los cien mil caballos que galopaban en mi pecho no fueran nada.

Ella, tras la sorpresa, sin titubear dijo si. Y nos fuimos.

Dos de coñac y unos cigarrillos liberaron tensiones. En el bar vacío, sólo un camarero, tan obeso como aburrido, babeaba mirando la tele con su nariz y espiándonos con los ojos.

Pasé mis dedos, delicados, por su pierna, subiendo cada vez un poquito más. Ella respondió endosándome un besazo en la boca de los que había visto yo en las pelis antiguas. Dejó su mano en mi nuca, y eso me hizo tiritar. Le retiré despacio la melena para comerle el cuello; primero la rozaba con la punta de mis labios, para después estrangular mi boca abierta contra su piel. Ambos nos pusimos colorados, pero a ella se le notaba más la excitación. El camarero seguía babeando, y puede que también él estuviese rojo, pero de envidia.

Mis manos sobre la camiseta fina despertaron sus pechos con caricias circulares, y dejó escapar un leve suspiro. Después, se levantó y, cogiéndome de la mano, me arrastró hasta el lavabo. Todo el ambiente era asombro y sensualidad. Entramos en un pequeño cuarto y no encendimos la luz. A partir de entonces mandó la respiración. La besé con las ganas contenidas y ella respondió agarrando mi sexo erecto con fuerza. Lamí sus pezones al descubierto y ella dejó caer la cabeza hacia atrás en un gesto de placer. Podía notar como su excitación crecía por momentos. En un rápido movimiento dejó su sexo desnudo, estaba caliente como el propio fuego. Mis manos se ataron a sus piernas y la levanté a la altura idónea. Con la penetración ambos lanzamos un aullido. Aferrada a mi cuello, exhalaba pasión a cada embestida. Fue cuando era mía cuando pensé que no sabía su nombre. 

Hubo otras muchas tardes con María.

NACHO HUERTAS

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